Viernes 26 de Abril de 2024

RELIGION

27 de febrero de 2019

Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma de 2019

«La creación, expectante, está aguardando
la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19)
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma).

De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento
de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues
hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24). Este misterio de salvación, que ya obra en
nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y
a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la
manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos
puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1. La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del
año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de
que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por
el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios,
comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la
creación, cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san Pablo— desea
ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia
del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su
maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo
transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la
oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como
demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf.
Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está
amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.
2. La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos
destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al
considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces,
domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra
condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados
que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios
como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no
anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está
claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres
interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos
vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se haya roto la comunión con
Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el
que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn
3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a
sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio
interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte
sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se
manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás
y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y
del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho
y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.
3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios,
aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una
criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17). En efecto,
manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos
y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1). Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a
restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la
conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se
manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan
con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir,
junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de
los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una
llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su
vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la
tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor,
que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar
limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo
que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría
del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a
nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto
de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era
antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer
ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será
liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de
Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que
nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la
mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de
nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros
bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de
Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la
creación.
Vaticano, 4 de octubre de 2018
Fiesta de san Francisco de Asís
Francisco.
Gentileza de la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Oficina de Prensa de la Conferencia Episcopal Argentina.

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